Me desperté con un dolor horripilante en la pierna izquierda. Intenté todo: ponerme de pie, mover la pierna, darme una ducha, andar un rato... Todo era inútil y el dolor no hacía más que aumentar. Comenzó con una punzada en el gemelo, fuerte pero soportable, y ahora es como si un tractor hubiese pasado por encima de mi pierna.
Estaba sentado en la cama cuando decidí quitarme los pantalones para ver si había algún causante de mi sufrimiento pero no encontré nada. Sin embargo tenía la pierna de un color amarillento, como un cardenal gigante que se extendía por cada milímetro de piel. La toqué y me arrepentí al instante pues al pasar al pasar delicadamente mi dedo índice por el muslo sentí un dolor que no puedo explicar de otra forma que no sea un taladrador entrando lentamente en la carne, en el músculo.
Dejé pasar media hora hasta que, entre delirios producidos por la agonía, tuve un momento de lucidez y decidí arrastrarme hasta el salón para llamar por el fijo a alguien. ¿A quién? No sé; tal vez a mi madre para decirle que aún la qiiero, o tal vez a un médico que se digne a venir a las cinco de la mañana a decirme qué me ocurre. Pero al llegar al teléfono marco casi por instinto el número de mi padre. El buzón de voz. "Te quiero" digo, y cuelgo.
No soporto la agonía y una vez pasado el momento de lucidez decido ir a la cocina y, con el cuchillo más grande que tengo, me corto un dedo. Cuando era pequeño y me dolía la cabeza mi madre me daba un pellizco para olvidar el dolor de cabeza, o para sustituir el dolor por uno más soportable.
No funciona. Corto otro dedo. Nada, sólo mucha sangre. Me corto la mano y empiezo a sentir la sangre abandonando mi cuerpo y un alivio en la pierna. Sonrío y corto el brazo por el codo. Veo el suelo de la cocina rojo, ¿sangre? Seguramente, pero cada vez lo veo todo más nublado y sólo veo rojo, mucho rojo, y sonrío porque ya no siento la pierna.