jueves, 14 de diciembre de 2017

Lamento haber vuelto.

Han pasado doscientos cuarenta y siete días desde que pasé por nuestro parque y me senté en nuestro banco por última vez, y hoy he vuelto. Con un ramo de claveles, las flores que más odiabas, con un tulipán en medio, porque adorabas estos. Sé que siempre fui rara, y que mi manera de enseñarte a ver el lado bueno te desquiciaba, pero finalmente siempre sonreías tirando los claveles, para guardar el tulipán. Tal vez no fue la forma correcta, pero sí la más conveniente.

He vuelto hoy, después de haberme ido y haberte dejado sola sin armadura porque el pijama siempre fue más cómodo. Debo decirte que desarmarte nunca fue mi intención, creí que tenías tu armamento en el cajón izquierdo de la mesilla de noche, y que te lo pondrías como cada mañana, pero esta vez sin mi ayuda.

He estado pensando y me he dado cuenta de que tenías razón, me aburre la monotonía aunque soy una persona de costumbres, lo cual siempre te pareció contradictorio.  En este tiempo he sido la persona más desatada que podrías llegar a imaginar, y he conocido muchas personas nuevas, cada cual distinta a la anterior. Nunca busqué compañía, pero la acabé encontrando, y ahora mi peludo y baboso amigo Poseidón me escucha en mi camino sin destino. También hay una amable jovencita que me escribe cartas contándome cómo está su familia, y lo mucho que quiere a su conejito Arándano.

Hoy, después de tanto tiempo, he vuelto a la ciudad. No quiero llamarte, ni buscarte, no después de dejarte las llaves de mi entonces vacío apartamento para que fueses a por tus cosas y a por un papel en el que escribí: "lo siento, tengo que irme, volveré, no sé cuándo, pero si la espera es breve te llamaré, si esperas más de tres meses, no llamaré". Sabía bien que aunque hubiese vuelto a la semana, tú ya no querrías mis llamadas, pero te di tres meses para que me lloraras, pues sé que después de eso, me metiste en el baúl de los recuerdos junto a ese peinado que nunca te quedó bien.

He llegado nuestro banco, y después de leerle un poema al viento, he dejado las flores para alejarme, sabiendo que ya nunca volveré.

martes, 24 de octubre de 2017

Nunca se me han dado bien las palabras.
De pequeña era la niña tímida que se trababa con la más simples y cotidianas de las palabras cuando le tocaba leer en voz alta.
La de la caligrafía inteligible.
Fui la que escribía cuentos de reinos imaginarios en media carilla, y le quedaba espacio para hacer un dibujo (destrozando por completo ambos, pero qué se puede esperar de una niña).
Era la que pedía cinco veces que le repitieran esa última frase en un copiado porque "es que no me he enterado de lo último".
No, nunca se me han dado bien las palabras.
Ni siquiera ahora, que casi diez años después vivo para leerlas, escucharlas, estudiarlas y clasificarlas, porque nada me gusta más que aprender una nueva.

Siempre me gustaron los números.
Me gustaba sumar y saber cuánto llevabamos en el carrito de la compra.
Me gustaba restar porque así sabía cuánto dinero me quedaría si me compraba ese bolígrafo tan bonito.
Me gustó aprenderme las tablas de multiplicar (aunque sigo sin sabermelas todas) porque en cierto modo significaba crecer.
Me encantaba dividir y ser siempre la primera en acabar y la única en tener bien la cuenta porque "no, no, ahí es 3, no 2, ¿ves?"
Me encantaba pensar en que una cuenta sólo podía tener un resultado correcto y que 2+2 nunca sería otra cosa que no fuese 4.
Adoraba la exactitud, la precisión, el "si no os da 385 lo tenéis mal" porque no es lo mismo que 386, ni si quiera que 385,2.
Sí, siempre me gustaron los números.
Incluso cuando se empezaron a mezclar con letras.

Sigo sin saber qué me pasó, que acabé prefiriendo un poema de Neruda a una ecuación.
Que llené mis cuadernos de versos, de relatos, y olvidé las operaciones (matemáticas) porque preferí sacarme los pulmones sin bisturí ni anestesia.
Dejé de lado todo cuanto sabía por rodearme de mis mayores enemigas, y sólo ellas saben cuánto he aprendido a amarlas.
Acabe sustituyendo lo único que se me daba bien por algo que no podría hacer peor, supongo que si no hubiese sido así no estarías leyendo esto.

Tampoco soy muy buena pidiendo disculpas, porque siempre fui tan orgullosa que hacía que la otra pensase que quien debía disculparse era ella.
Pero entre las páginas de mi cuaderno perdí todo mi orgullo y me disculpé.
Le pedí perdón al niño al que casi envio al hospital un día, a la niña que sólo quería ser amable aquel día que estaba de mal humor.
Le dije lo siento a la chica que le quité el novio porque "qué te apuestas a que consigo que le deje en menos de un mes" (si estás leyendo esto: te hice un favor, créeme, aunque lo siento).
Y ahora te pido perdón a ti, por hacerte perder el tiempo leyendome a pesar de que no se me den bien las palabras, no sabes cuánto lo lamento.
Con esta disculpa te doy un consejo: deja de malgastar aquí tu tiempo, conmigo, con lo que escribo (con lo que tantos como yo llamamos "escribir" cuando deberíamos decir "vomitar"), vive porque es ahora o nunca, ríete cuando te caes y llora cuando te duela, grita cuando no lo soportes.

martes, 15 de agosto de 2017

Juguetes.

Una muñeca de porcelana, una muñeca distinta a las demás, pues esta tenía vida (o al menos podía moverse libremente). Se sentía sola, perdida, desamparada, hasta que encontro más juguetes como ella, todos se movían pero ninguno hablaba. Se veían, paseaban, lloraban, mas nunca reían, nunca hablaban, nunca cantaban.

El pequeño soldadadito de plomo sin sombrero la acompañaba. Él estaba cada vez que la muñeca se caía y tenía una nueva grieta, y ella recorría kilómetros a su lado en busca de su sombrero perdido.

Pero, ¿por qué ellos podían caminar? ¿Por qué no eran juguetes que usar esperando que no se quejen? Sencillo, porque los habían roto, los condenaron a una vida de grietas, sombreros perdidos, barbies calvas, coches sin ruedas, peluches sin relleno.

Pero se tenían entre ellos, se aferraban los unos a los otros y a pasear de todo, ellos hacían que algunos momentos fueran dignos para llamar vida a su maldición. Veían el atardecer tras los edificios, corrían por parques jugando al escondite con los humanos, y les gustaba ver que muchas personas más vacías que ellos llamaban vida a su propia maldición.

miércoles, 2 de agosto de 2017

Huye.

Había una vez una princesa con cicatrices y en vaqueros, que subida en su moto iba en camino a Ninguna Parte para alejarse del reino donde la tachaban de débil e ingenua.

Dirigiéndose a una ciudad cercana donde encontrar una estancia para la noche, encontró a una chica bajita de tez palida. Era una noche fría y decidió llevarla a un sitio en el que pudiese resguardarse del frío y el peligro. Le dio su casco, y le ofreció pasar la noche a su lado en algún hostal. Estuvieron hablando horas, contándose la una a la otra de dónde venían y de qué huían.

La princesa era más grande a los ojos, pero Dulce (que era el nombre que le dio a aquella chica) siempre fue mucho más fuerte y valiente. Dulce la ayudaba y apoyaba, y a cambio ella hacía lo mismo; siempre le secaba las lágrimas y la hacía sonreír.

Después de un par de semanas juntas, el mayor miedo de la princesa empezó a hacerse realidad, y comenzó a confiar en ella a pesar de haberse prometido no confiar en nadie nunca más, no darle el poder de dañarle a otra persona. Sin embargo no pudo evitarlo y comenzó a quererla cada día un poquito más. Pero Dulce tras ver su verdadera cara, sin máscara alguna, sólo pudo gritar y correr, dejando a una princesa, que con lágrimas recorriendole las mejillas encendió un cigarro, se subió a su moto, y no volvió a mirar a atrás nunca más.

sábado, 15 de julio de 2017

Sueño.

Hoy agarré mi caja de ansiolíticos y me tomé uno. Esperé pacientemente a que aquella pastilla rosa hiciese algún efecto. Esperé diez minutos, no pasó nada. Esperé veinte minutos, no pasó nada. Esperé una hora, no pasó nada. Empecé a desesperarme, podía sentir como me costaba cada vez más respirar, como mi cuerpo dejaba de funcionar.
Antes de tomarme el segundo me bebí un vaso de zumo de naranja, y esperé a que pasara algo, pero nunca pasó nada. Me tomé otros dos, empecé a sentirme pesada, ya no podía andar con normalidad.
Abrí el cajón donde mi padre guarda el whisky y lo agarré, puse todas las pastillas que me quedaban en un cuenco, y me senté con la botella y las pastillas, a tomarmelas poco a poco. Disfruté de lo que sentía con cada una de ellas. Sentí como empezaba a tener más y más sueño, y me alegré tanto, llevaba todo el día con mucho sueño pero no era capaz de dormir, y por fin lo conseguí.
Acabo de despertarme en el hospital. En una de esas habitaciones, que parece ser el reflejo de todas las demás. Me han despertado y yo sólo quería dormir, sigo queriendo dormir, no quiero que nadie me despierte más.

miércoles, 12 de julio de 2017

Pequeña niña,
de dulce mirada
y sonrísa radiante,
¿qué te pasó?

Estás tan mayor,
tan demacrada.
¿Quién machacó esta roca
hasta reducirla a polvo?

Veo que aún no te has dado cuenta,
vales tanto como todas pequeña,
viniste con un don especial,
volviste vulnerable a todos;
ahora todos te han vuelto vulnerable,
miserable, melancolica.

Pequeño pajaro de alas grandes,
quieres asustar a los ratones,
con una sombra imponente,
pero son los ratones
precisamente,
a lo que más temes.

¿Dejarás que un día lo vean?

martes, 27 de junio de 2017

Roto.

Anoche encontré un monstruo bajo mi cama. Vislumbré una figura alta y delgada que parecía estar chillando desesperadamente, pero no logré escuchar sonido alguno. ¡Qué apenada me sentí por aquella figura de nariz chata! Parecía desesperada y perdida. Tuve el impulso de encender la pequeña lámpara para poder ver bien a aquel que taché de monstruo. Cuando aquella pequeña bombilla comenzó a emanar esa luz rojiza fui, por fin, capaz de ver que sólo era un chico asustado, que sollozaba en silencio para (según lo que me dijo) que nadie viese cuan melancólico y nostálgico se sentía. Corrí a abrazarle para brindarle, al menos, 10 minutos de protección. Y fue en ese momento, cuando abrazada a ese chico, me di cuenta de que algunos monstruos sólo se esconden tras feas sombras para que nadie sepa cuan rotos están.